domingo, 13 de julio de 2008

Alguien voló sobre el nido del cuco - Ken Kesey

Ken Kesey









...one flew east, one flew west, one flew over the cuckoo's nest.

...uno voló al este, el otro hacia el oeste, sobre un nido de cucos voló éste.

(Copla infantil)

Este libro me cautivó desde que comencé a leerlo. Me atrapó Jefe Brodmen, narrador indígena, quien simulaba estar sordomudo y loco. Pero después de ese encanto, descubrí que había algo más en el libro, una idea más profunda que la anterior. Siempre he creído que es una metáfora acerca del sistema, instaurar el sistema, sin permitir que se expresen convenientemente, pues se podría tomar como una rebelión. Todo lo que implica una rebelión es molestado, humillado e incluso, exterminado.

"Alguien voló sobre el nido del cuco", he leído que el título se refiere a las personas y el camino que desean seguir. Sin restarle importancia a ello. Hace poco leí que comparaban los cucús, esos pajaritos, con "estar cucú" o dicho de otra forma, estar locos. Mi perspectiva personal lo interpreta como si una persona se atreviese a entrar en un sistema, en este caso el centro psiquiátrico, y liberar a los que permanecen allí. Hacerlos pensar por sí mismo, no siguiendo pautas, reglas, que no son siempre las más racionales.
Hace unos años le comenté a una amiga el libro, que me había apasionado, y me dijo que se había filmado una película "Atrapado sin salida". La busqué muchísimo hasta que di con ella; pero me desilusionó. No porque sea mala, que no es el caso, es porque deja fuera lo más hermoso del relato, que es el punto de vista del Jefe Brodmen. La historia está relatada desde su perspectiva y evoca su pasado y narra las situaciones que van experimentando con la llegada de este nuevo interno. Es una novela psicológica y esto se pierde en el film de Milos Forman. Pese a esto, hay una imagen que me entristece muchísimo y es cuando el indio se libera, no permite que humillen a su amigo y rompe una pieza y corre por el campo. Mi corazón late fuertemente cuando veo esa escena.











































( Fragmento)

Me ponen una fregona en la mano y me indican el lugar que quieren que limpie hoy, y allá voy. Uno me golpea las pantorrillas con el mango de una escoba para darme prisa.
—¿Habéis visto cómo la agarra? Es tan grande que podría hacerme pedazos y me mira como un niño.
Se ríen y después les oigo murmurar a mis espaldas, las cabezas muy juntas. Zumbido de maquinaria negra, que va zumbando odio y muerte y secretos del hospital. No se toman la molestia de bajar la voz para intercambiar sus secretos de odio cuando estoy cerca porque me creen sordomudo. Todos lo creen. He tenido la astucia de hacérselo creer. Si de algo me ha servido ser mestizo en esta puerca vida, ha sido para enseñarme a actuar con astucia todos estos años(…)
Entonces... ve a los chicos negros. Todavía siguen allí, muy juntos, murmurándose cosas. Ahora advierten que los está mirando, pero ya es tarde. Ya deberían saber que no es muy buena idea formar grupos y murmurar cuando es su hora de llegar a la galería. Separan los rostros, confusos. Ella se agazapa y comienza a avanzar hacia el lugar donde los tres han quedado atrapados, apiñados en el extremo del pasillo. Sabe qué han estado diciendo y noto que está furiosa, que ha perdido completamente el control. Va a hacer pedazos a esos cochinos negros, tan furiosa está. Comienza a hincharse, se hincha y se hincha hasta desgarrar la espalda del blanco uniforme y despliega sus brazos y los extiende y alcanzan tal longitud que podrían dar cinco a seis vueltas en torno a los tres hombres. Mira a su alrededor con un rápido vaivén de la gran cabeza. Nadie a la vista, sólo allí al fondo el pobre Bromden Escoba, el mestizo, escondido detrás de su escoba, y ése no puede gritar para pedir ayuda. Conque ya no se contiene más y su sonrisa pintada se transforma, se despliega en un gran bufido, y ella se agranda, más cada vez, hasta parecer un gran tractor, tan grande que puedo oler el motor que lleva dentro, tal como huelen los motores sometidos a un esfuerzo demasiado grande. Contengo el aliento y me digo: ¡Dios mío, esta vez va en serio! ¡Van a hincharse de odio hasta los topes y van a hacerse pedazos unos a otros antes de que se den cuenta de lo que están haciendo!
Pero cuando ya empieza a enlazar a los negros con aquellos brazos extensibles y ellos están a punto de desgarrarle el vientre con los mangos de las escobas, todos los pacientes comienzan a salir de los dormitorios para ver qué alboroto es aquél, y ella tiene que transformarse de nuevo para que no descubran su verdadera y espantosa apariencia. Cuando por fin los pacientes se han frotado los ojos y logran vislumbrar, a medias, en qué consiste el tumulto, sólo ven a la enfermera jefe que, sonriente serena y fría como de costumbre, les dice a los muchachos que no deberían formar grupos y murmurar, porque es lunes por la mañana y hay muchas cosas que hacer... la primera mañana de la semana.
—... ya sabéis cómo son los lunes, muchachos...
—Sí, señorita Ratched...


El negro raquítico y uno de los más grandes me atrapan antes de que haya logrado alejarme ni diez pasos del armario de las escobas, y me arrastran hasta la barbería. No me resisto ni hago ruido. Gritar sólo empeora las cosas. Contengo los gritos … me disparo a tal volumen que desaparece todo ruido, todos me gritan tapándose los oídos, detrás de paredes de cristal, sus caras se mueven como si hablasen pero de las bocas no sale ni un sonido. Mi sonido absorbe todos los demás sonidos. Hacen funcionar de nuevo la máquina de hacer niebla y sobre mi cuerpo comienza a caer una nieve fría y blanca como crema de leche, tan espesa que incluso podría escabullirme en ella si no me tuvieran cogido. Con esa niebla no puedo ver ni a diez centímetros y lo único que consigo oír por encima de mi gran lamento son los alaridos de la Gran Enfermera que avanza por el pasillo y se abre paso entre los pacientes a golpes de ese cesto de mimbre. La oigo llegar pero no consigo acallar mis aullidos. Sigo aullando hasta que llega. Me sujetan mientras ella me tapa la boca con todo lo que tiene a mano, cesto de mimbre incluido, y me lo empuja garganta abajo con el mango de una escoba.


También me abrasará y me hará estallar a mí y acabaré contando todo lo del hospital, y lo de ella, y lo de los muchachos... y lo de McMurphy. Llevo tanto tiempo callado que va a salir a borbotones como la crecida de un río y pensarán que el tipo que está contando todo esto desvaría y delira, por Dios; ¡pensarán que es demasiado horrible para que haya ocurrido realmente!, ¡que es demasiado terrible para ser verdad! Pero, un momento, por favor. Cuando lo recuerdo, todavía me cuesta conservar la calma. Sin embargo, es cierto, aunque no hubiera ocurrido.


Pero esta mañana tengo que quedarme sentado y sólo les oigo entrarlo. Pero, aunque no puedo verlo, sé que no es un Ingreso corriente. No le oigo escurrirse asustado junto a las paredes y cuando le hablan de la ducha no lo acepta sumiso con un tímido «sí»; les contesta claramente, con una sonora voz metálica, que ya está perfectamente limpio, gracias.
—Esta mañana me dieron una ducha en los tribunales y ayer me ducharon en la cárcel. Y juro que, lo que es por ellos, me hubieran limpiado las orejas en el taxi que me traía aquí si hubieran tenido con qué hacerlo. Anda chico, parece que cada vez que me mandan a algún sitio tienen que fregotearme antes, después y durante el traslado. He llegado a un punto en que apenas oigo el ruido del agua ya me pongo a empaquetar mis cosas... Y apártate de mí con ese termómetro, Sam, y déjame contemplar primero mi nuevo hogar; es la primera vez que estoy en un Instituto de Psicología.(…)
—Hola, amigos.
Sobre su cabeza pende de un hilo un murciélago de papel, de esos que se cuelgan la víspera de Todos los Santos; alarga el brazo y le da un golpecito que lo hace girar.
—Bonito día.
Habla como solía hacerlo Papá, con voz fuerte y llena de encono, pero no tiene el mismo aspecto que Papá; Papá era de pura raza india —un jefe— y duro y reluciente como la caja de un fusil. Este tipo es pelirrojo con largas patillas rojas y una masa de rizos que asoman bajo su gorra, debería haberse cortado el pelo hace tiempo, y es tan ancho como alto era Papá, tiene una ancha mandíbula y también son anchos sus hombros y su pecho, luce una ancha y blanca sonrisa diabólica, y su dureza no es como la de Papá, resulta duro en el mismo sentido en que es dura una pelota de béisbol bajo el cuero rasposo. Una cicatriz le cruza la nariz y una mejilla, alguien debió darle un buen puñetazo en una riña, y todavía lleva los puntos en la herida. Sigue ahí de pie, esperando, y cuando nadie da señales de querer decirle nada se pone a reír. Nadie sabría decir exactamente por qué se ríe; no ha ocurrido nada divertido. Pero no se ríe de la misma manera que el de Relaciones Públicas, su risa es espontánea y sonora y brota de su ancha boca abierta y se va extendiendo en anillos cada vez más amplios hasta estrellarse contra todas las paredes de la galería. No es como la risa de ese gordo de Relaciones Públicas. Es una risa genuina. De pronto me doy cuenta de que es la primera risa que oigo en muchos años.
Sigue ahí, de pie, nos mira, se balancea sobre sus botas y ríe y ríe. Entrelaza los dedos sobre el vientre, sin sacar los pulgares de los bolsillos. Y puedo ver cuan grandes y rugosas son sus manos. Todos los de la galería, pacientes, personal y demás, todos, se han quedado anonadados con su presencia y su risa. Nadie hace un gesto para interrumpirle, nadie dice nada. Sigue riendo hasta que no puede más y entra en la sala de estar. Incluso cuando no se ríe, la risa sigue flotando a su alrededor, como flota el sonido de una gran campana que acaba de tañer en aquel momento; la risa está en sus ojos, en su forma de sonreír y de fanfarronear, en su modo de hablar.
—Me llamo McMurphy, amigos, R. P. McMurphy, y me vuelvo loco por el juego.
Parpadea y canturrea una cancioncilla:
—... y dondequiera que encuentro una baraja apuesto mi dinero —y vuelve a reír.
Se acerca a una de las mesas donde juegan, mira las cartas de un Agudo, las repasa con su grueso dedo y hace una mueca al ver la mano y sacude la cabeza.
—Sí señor, a eso he venido a esta casa, a animar un poco las cosas en las mesas de juego. En el Centro de Trabajo de Pendleton ya no quedaba nadie que pudiera alegrarme un poco la vida, conque fui y pedí un traslado, eso es. Necesitaba sangre nueva. ¡Eh!, mirad a éste, mirad cómo enseña sus cartas a los cuatro vientos; ¡caramba!, voy a esquilaros como a ovejas.



A un lado de la sala están los pacientes más jóvenes, llamados Agudos porque los médicos suponen que aún están lo suficientemente enfermos como para poder hacer algo con ellos; practican pulsos y juegos de manos en los que se trata de sumar y restar y contar tantas cartas y se adivina la carta escogida. Billy Bibbit intenta aprender a liar cigarrillos perfectos y Martini va dando vueltas y descubre cosas debajo de las sillas y de las mesas. Los Agudos se mueven mucho. Se cuentan chistes y hacen muecas tapándose la boca (nadie se atreve a actuar espontáneamente y soltar una carcajada, de inmediato aparecería todo el personal con libritos de notas y un montón de preguntas) y escriben cartas con lápices amarillos, gastados y mordidos.
Se espían unos a otros. A veces uno dice algo personal que no tenía intención de revelar y alguno de sus compañeros de mesa bosteza y se levanta y se desliza hasta el gran cuaderno de bitácora junto a la Casilla de las Enfermeras y escribe lo que acaba de oír; la Gran Enfermera dice que ese cuaderno es de interés terapéutico para toda la galería, pero yo sé que lo único que ella desea es obtener información suficiente para mandar a alguno de los chicos al Edificio Principal, para que lo recompongan, lo examinen de arriba abajo y resuelvan la cuestión.
A los tipos que anotan algún dato en el cuaderno de bitácora se les señala en la lista con una estrella y pueden acostarse tarde al día siguiente.
Al otro lado de la sala, frente a los Agudos, se encuentran los desechos del Establecimiento, los Crónicos. Éstos no están en el hospital para que los recompongan, sino simplemente para evitar que corran por las calles y desprestigien el producto. Los Crónicos no saldrán nunca de aquí, así lo admite el personal. Los Crónicos se subdividen en Ambulantes que, como yo, aún pueden andar solos si se les alimenta, en Rodantes y en Vegetales. En realidad, los Crónicos —o la mayoría de nosotros— son máquinas con fallos sin reparación posible, fallos de origen, o fallos que han ido formándose a lo largo de tantos años de darse con la cabeza contra obstáculos impenetrables hasta que cuando el hospital da con el tipo en cuestión éste sólo es un montón de chatarra abandonada en un erial.
Para algunos de nosotros, los Crónicos fueron víctimas, años atrás, de un par de errores del personal, algunos entraron como Agudos y fueron transformados. Ellis es un Crónico que entró siendo Agudo y quedó muy malparado cuando lo sobrecargaron, en esa cochina sala de destruir cerebros que los negros llaman el «Cuarto de Chocs». Ahora lo tienen clavado en la pared tal como le retiraron de la mesa la última vez, en la misma posición, con los brazos extendidos, las palmas entreabiertas, la misma expresión horrorizada en su rostro. Lo tienen así, clavado en la pared, como un animal disecado. Le quitan los clavos a la hora de comer o para acostarlo o cuando quieren que se aparte para que yo pueda fregar el charco que hay a sus pies. Antes estuvo tanto tiempo en el mismo lugar que los orines corroyeron el suelo y las vigas bajo sus pies y constantemente se estaba cayendo a la galería de abajo, cosa que, a la hora de pasar lista, les creaba todo tipo de problemas.
Ruckly es otro Crónico que ingresó hace algunos años como Agudo, pero le sobrecargaron de otra forma: se equivocaron en una de las conexiones. Había armado un gran jaleo en la sala, dándoles puntapiés a los negros y mordiendo las piernas de las enfermeras internas, conque se lo llevaron para hacerle una cura. Lo ataron a esa mesa y lo último que supimos de él durante cierto tiempo fue que lo tenían ahí atado, hasta que cerraron la puerta; justo antes de que ésta se cerrara, hizo un guiño y les dijo a los negros que se retiraban: «Me las pagaréis, malditos monos.»
Y al cabo de dos semanas lo devolvieron a la galería, calvo, y con una grasienta mancha rojiza en la frente y dos clavijas del tamaño de un botón cosidas una sobre cada ojo. Se ve en sus ojos cómo le quemaron ahí dentro; tiene los ojos todos llenos de humo y grises y vacíos como fusibles quemados. Ahora, se pasa todo el día sosteniendo frente a ese rostro quemado una vieja fotografía y le da vueltas y más vueltas entre sus fríos dedos, y de tanto manosearla, la fotografía se ha vuelto tan gris como sus ojos, por las dos caras, hasta el punto de que resulta imposible saber qué representaba.
Ahora el personal considera a Ruckly como uno de sus fracasos, pero yo no estoy seguro, pues tal vez esté mejor que si las conexiones hubiesen sido perfectas. Actualmente, sus conexiones suelen tener éxito. Los técnicos están mejor preparados y tienen más experiencia. Se acabaron los ojales en la frente, nada de cortes: ahora proceden directamente a través de las órbitas. A veces un tipo va a que le hagan una conexión, sale de la galería furioso y enloquecido y despotricando contra todo el mundo y al cabo de unas semanas regresa con los ojos morados como si hubiese tenido una riña, y se ha convertido en la persona más dulce, amable y complaciente que hayan visto en su vida. Incluso es posible que regrese a su casa en un par de meses, con un sombrero bien encasquetado sobre un rostro de sonámbulo que deambula por un simple y dulce sueño. Un éxito, dicen, pero para mí sólo es otro robot del Establecimiento y más le valdría ser un fracaso, como Ruckly, ahí sentado manoseando y escudriñando su fotografía.


No hay comentarios: